A 50 años de la Apolo XI: ¿qué pasó con el corazón de los astronautas?

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El 20 de julio se conmemoró en todo el mundo la llegada del ser humano a la Luna. El 50° Aniversario ha sido motivo de celebración con bombos y platillos, y no sin razón: el desafío científico de enviar un Homo sapiens al satélite natural de la Tierra y traerlo sano y salvo de regreso al planeta es el prototipo de desafío al que la especie humana se aventura con coraje en pos de descubrir qué hay más allá de las fronteras.

Como dice el refrán de la NASA “el fracaso no es una opción” en sus misiones espaciales, que comenzaron con las Mercury y Gemini, llegaron al apogeo con las Apolo y prosiguieron con los transbordadores, la vida compartida con los rusos en la Estación Espacial Internacional y los planes para regresar a la Luna y viajar algún día a Marte.

Sin embargo, es preciso reconocer que la aventura de Neil Armstrong, Edwin “Buzz” Aldrin y Michael Collins tenía riesgos gigantescos y podía fallar. De hecho, la primera misión Apolo terminó en un incendio que mató a sus tres astronautas antes del despegue, y muchas otras misiones –incluida la XI- tuvo defectos técnicos que los pilotos debieron resolver con maestría y algo de suerte.

Lo cierto es que, además de esos peligros reconocidos y aceptados, existían otros más sutiles que se desplegaban al microscópico nivel de la fisiología de los astronautas. ¿Qué efecto tendría la radiación cósmica y la gravedad cero en el cuerpo y la mente de Armstrong y sus acompañantes? ¿Habría algún microbio en la Luna que pusiera en riesgo la vida de los astronautas o de los terráqueos al regresar? ¿Se podía permanecer varios días dentro de una lata –no otra cosa eran las cápsulas espaciales- y volver para contarlo sin enloquecer?

Se estima que ya existen unos 500 humanos que viajaron por el espacio exterior y fueron monitorizados de cerca por sensores y análisis bioquímicos de distinto tipo. Pero en 1969, cuando Armstrong, Aldrin y Collins se aventuraron a la Luna, los médicos no sabían qué podía ocurrirles a sus organismos. Como relató el responsable médico de la misión Apolo, el cirujano Charles Berry, todas las miradas estaban puestas en la ingeniería de la misión. La medicina era una cenicienta que observaba y registraba parámetros colaterales mientras los astronautas cruzaban los 360.000 kilómetros y los 4 días de ida y 4 días de vuelta que los separaban de la Luna.

Los médicos sabían que la gravedad cero impactaría significativamente sobre la circulación sanguínea, trasladando la sangre desde los miembros inferiores al torso y la cabeza. También asumían que la frecuencia cardíaca se dispararía en el momento del despegue con la aceleración del imponente cohete Saturno V. Lo que no podían prever es cómo reaccionaría el corazón de Armstrong y Aldrin durante los 13 minutos de frenético descenso en el Módulo Águila en la Luna ni, mucho menos, cuando se dieran cuenta de que no habían acertado al lugar de alunizaje planeado e iban a tener que descender, sin combustible, en forma manual para establecer la base Tranquilidad y plantar la bandera de los Estados Unidos.

Según recuerda el geólogo Gerald Schaber, que por curiosidad se puso a observar la pantalla en la que se monitoreaba, desde Houston, la frecuencia cardíaca de los astronautas de la Apolo XI, el corazón de Neil Armstrong latía 75 veces por minuto mientras miraba la Luna cada vez más cerca. La proverbial tranquilidad del piloto de la NASA era conocida por todos, pero ¿cómo era posible que el ritmo no llegara ni siquiera al límite superior normal de 100 latidos? Armstrong tenía sangre fría, como lo había demostrado al eyectarse en distintas ocasiones de aviones a punto de estrellarse, pero el comandante era humano. Dos horas después de esa medición, tras maniobrar con destreza para alunizar el Águila en un lugar sin rocas, el corazón de Armstrong latía a 150 por minuto, según una nota publicada recientemente en The Atlantic. Cuando Armstrong bajó la escalerilla y pronunció sus palabras más famosas –“Un pequeño paso para un hombre, un gran paso para la Humanidad”-, su corazón funcionaba a 125 latidos por minuto.

Durante el despegue, cuando los astronautas estaban a bordo de un cohete con una altura equivalente a un edificio de 34 pisos, la frecuencia cardíaca apenas había subido. El monitor de Armstrong mostraba una frecuencia de 110, mientras que el corazón de Aldrin latía a 88 y el de Collins –el astronauta que se quedó orbitando la Luna en el módulo Columbia, sin tener la oportunidad de dejar su huella en el polvo- no pasó de los 90 latidos por minuto.

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A lo largo de las dos horas de caminata lunar, ni la respiración ni la frecuencia cardíaca de Armstrong y Aldrin mostraron alteraciones. Probablemente, la poca gravedad de la Luna los ayudaba a desplazarse con agilidad. Pero cuando Armstrong tuvo que cargar cajones con rocas de regreso al módulo Águila, su corazón sintió el esfuerzo y trepó a los 160 latidos. En el vuelo de regreso, con demasiado frío, fue difícil conciliar el sueño y bajar la frecuencia cardíaca a menos de 50. Cuando el corazón de Aldrin trepó a 247 latidos, el médico ubicado en la Sala de Control de Houston se levantó de su silla con preocupación. Afortunadamente, había sido una falsa alarma. Se habían despegado algunos sensores y el electrocardiograma leía mal las señales cardíacas del piloto del Módulo Lunar.

El entrenamiento de los astronautas en Tierra, evidentemente, había dado excelentes resultados. Pero, como mostrarían las sucesivas misiones de la NASA, la vida humana en el espacio exterior no carecía de consecuencias. Sarcopenia, osteopenia y disminución de los minerales óseos obligaron a generar dispositivos y programas para estimular el ejercicio físico durante las estadías en la Estación Espacial Internacional (ISS, por sus siglas en inglés) y cuidar el sistema músculo-esquelético. Un aumento en la mortalidad por cáncer –quizás por alteraciones inmunológicas- y enfermedades cardiovasculares en los astronautas –Neil Armstrong murió por complicaciones de un by-pass en 2012- encendió hace unos años las alarmas en la NASA, especialmente con vistas a los viajes prolongados a Marte. Los efectos de la reducción del volumen plasmático, la disminución en la producción de glóbulos rojos y la falta de desafíos ortostáticos se sumaron a otras preocupaciones cardiovasculares de la Medicina Espacial, como el impacto en el endotelio vascular.

Se estima que el 20% de los astronautas que viajan entre 5 y 16 días por el espacio experimentan mareos y aturdimiento, pérdida de visión periférica y baja súbita de la presión sistólica. Pero no todos los científicos comparten los miedos sobre la salud de los astronautas. De hecho, algunos investigadores sostienen ahora que la profesión de astronauta aumenta la longevidad, en lugar de elevar entre 4 y 5 veces la mortalidad por la radiación cósmica, como creían otros. De hecho, la causa más frecuente de muerte de los astronautas de la NASA son los accidentes, seguidos por las patologías cardiovasculares y cánceres.

“Las contra-medidas principales para mitigar el efecto del ambiente espacial en la función cardíaca son el ejercicio físico, los antioxidantes y nutracéuticos y los escudos anti-radiación”, afirmaron Richard L. Hughson, Alexander Helm y Marco Durante en una revisión publicada en 2017.

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Desafíos a futuro

Los expertos apuestan a que los experimentos que se llevan a cabo en las misiones actuales con animales y humanos permitirán mantener a raya las alteraciones fisiológicas y mentales que afectan la vida en gravedad cero.

Quizás el experimento que más conocimiento aportará a la Medicina Espacial sea el Twin Astronaut Study, en el que los gemelos astronautas Scott y Mark Kelly pasaron un año separados, uno en la Tierra y otro orbitándola en la ISS. La diferencia en sus marcadores bioquímicos, su agudeza visual, sus capacidades cognitivas y sus procesos de genéticos de envejecimiento, todavía en estudio, prometen habilitar nuevas herramientas para disminuir los riesgos que enfrentarán los futuros humanos en el espacio.

Hoy, cuando se celebra medio siglo de la primera huella humana en la Luna, los riesgos parecen más claros que nunca pero el desafío de descubrir continúa empujando a la humanidad más allá de lo posible. La adaptación del Homo sapiens a los viajes intergalácticos y a planetas con gravedades diferentes a la de la Tierra, entornos con altos niveles de aislamiento social, y hasta a dietas moleculares sin duda no será fácil, pero nadie parece dispuesto a echarse atrás. Desde la Antigüedad, el deseo de los terráqueos se enfoca hacia el cielo, y no habrá obstáculo que detenga su viaje.

Por Alejandra Folgarait

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